Evitar el discurso de despedida es el peor último comentario
Pilita Clark
- T+
- T-
Pilita Clark
Paul Dacre causó mucha indignación durante los 26 años en los dirigió el escandaloso diario británico Daily Mail. Pero cuando por fin renunció a su puesto hace unos días, hizo algo tan extraordinario que es difícil pensar en un precedente. Se retiró sin despedirse.
En vez de darle un discurso de despedida a su personal, dejó una carta de siete párrafos en la pizarra de noticias de la oficina. En ella, indicó que en realidad no se retiraba, ya que se iba a un altisonante puesto en el piso superior, pero sí se disculpó con aquellos que pensaron que él debería haber dicho unas palabras: “Francamente, no es mi estilo y en todos los años en los que fui editor no es algo que alguna vez haya hecho”.
No sé qué es lo más sorprendente de esta frase: la naturaleza audaz de la brusca despedida o la noticia de que el editor más temido de Inglaterra pasó casi 30 años sin haber dado un discurso al personal en la oficina.
De cualquier manera, evitar un discurso de despedida es una acción extraña para cualquier veterano de oficina, particularmente un jefe. No creo que se ponga de moda, aunque conozco a personas que desearían que así fuera.
Hace poco estaba conversando con una amiga que me dijo que había llegado al “colmo de las despedidas”. Su firma se estaba vaciando de tal manera que no pasaba una semana sin que hubiera al menos una fiesta de despedida. Además de eso, se quejó, era el tipo de lugar donde sólo había que cambiar de escritorio para estar rodeada de pasteles y tarjetas de despedida. “¡El otro día hicieron una despedida para un practicante!”
Entiendo su perspectiva sobre la inflación de las despedidas, aunque imagino que el practicante vio las cosas de forma diferente y personal. A mí un pastel siempre me pone de buen humor. Para mí, el problema de las despedidas de trabajo es el riesgo de decir tonterías deshonestas.
Hay mucho que decir a favor de una despedida cortés. Pero un discurso que ignora completamente, digamos, el traslado a una compañía rival o una brutal salida forzada no es muy recomendable.
Uno debería, al menos, seguir el ejemplo de Rex Tillerson. Cuando el exsecretario de Estado estadounidense se despidió de su personal después de ser cruelmente despedido por un tuit presidencial, señaló que Washington podía ser “una ciudad muy mezquina” y no mencionó ni una vez el nombre de Donald Trump.
El placer de un último comentario bien dirigido es una excelente razón para dar un discurso de despedida. Hay otra razón más importante: evitar dicho discurso puede parecer descortés.
La carta de Dacre fue en realidad cortés y agradecida a la misma vez, sorprendente para un editor que criticaba a sus subalternos con legendario entusiasmo. Aún así, sus palabras hubieran tenido mucho más peso si las hubiera dicho en persona.
El otro problema con evitar el discurso de despedida es que puede provocar sospechas sobre la partida: ¿Hay algo más detrás de esto? ¿Es más doloroso de lo que parece? ¿Había un temor de que el discurso terminaría en lágrimas humillantes?
Simpatizo con cualquiera que sienta pavor ante la idea de hablar en público, pero una buena despedida es importante. Todavía recuerdo una colega que me caía bien, que se sentaba en un escritorio cerca del mío en una oficina donde las dos habíamos trabajado por años.
Un día se levantó y sin decir una palabra salió del edificio. Después envío un correo electrónico de seis líneas anunciando que se había ido para siempre. Me hizo pensar que las despedidas no sólo afectan a los que evitan darlas, sino también a los que se quedan atrás. Hay una sorprendente cantidad de cosas que se pueden decir a favor de despedirte de una colega que has conocido por años, especialmente cuando descubres que ya no puedes hacerlo.
Sin embargo, los mejores discursos de despedida son dados por las personas que no sólo reconocen a sus compañeros de las trincheras laborales, sino que también ofrecen un vistazo de quiénes son y de cómo funciona una organización.
Uno de mis discursos favoritos lo dio hace poco un hombre muy amable aquí en Financial Times cuyo discurso fue menos una despedida que un listado de aterradores desastres profesionales: el terrible ataque de gastroenteritis en medio de un viaje de trabajo; y el error fenomenal el primer día de un nuevo trabajo. Al final, la gente estaba literalmente llorando de risa, y de alivio.
Todos habíamos vivido alguna versión de su horror. Él nos estaba recordando que trabajábamos en un lugar donde el fracaso no era exactamente una buena opción, pero tampoco una sentencia de muerte. Fundamentalmente, él estaba siendo simplemente humano y eso nunca está de más, dentro o fuera de la oficina.